El niño de las mil cosquillas
Pepito Chispiñas era un niño tan sensible, tan
sensible, que tenía cosquillas en el pelo. Bastaba con tocarle un poco la
cabeza, y se tronchaba de la risa. Y cuando le daba esa risa de cosquillas, no
había quien le hiciera parar. Así que Pepito creció acostumbrado a situaciones
raras: cuando venían a casa las amigas de su abuela, siempre terminaba
desternillado de risa, porque no faltaba una viejecita que le tocase el pelo
diciendo "qué majo". Y los días de viento eran la monda, Pepito por
el suelo de la risa en cuanto el viento movía su melena, que era bastante larga
porque en la peluquería no costaba nada que se riera sin parar a la hora de
cortarle el pelo, no había quien pudiera hacerlo.
Verle reír era, además
de divertidísimo, tremendamente contagioso, y en cuanto Pepito empezaba con sus
cosquillas, todos acababan riendo sin parar, y había que interrumpir cualquier
cosa que estuvieran haciendo. Así que, según se iba haciendo más mayor,
empezaron a no dejarle entrar en muchos sitios, porque había muchas cosas
serias que no se podían estropear con un montón de risas. Pepito hizo de todo
para controlar sus cosquillas: llevó mil sombreros distintos, utilizó lacas y
gominas ultra fuertes, se rapó la cabeza e incluso hizo un curso de yoga para
ver si podía aguantar las cosquillas relajándose al máximo, pero nada, era
imposible. Y deseaba con todas sus fuerzas ser un chico normal, así que empezó
a sentirse triste y desgraciado por ser diferente.
Hasta que un día en la
calle conoció un payaso especial. Era muy viejecito, y ya casi no podía ni
andar, pero cuando le vio triste y llorando, se acercó a Pepito para hacerle
reír. No le tardó mucho en hacer que Pepito se riera, y empezaron a hablar.
Pepito le contó su problema con las cosquillas, y le preguntó cómo era posible
que un hombre tan anciano siguiera haciendo de payaso.
-No tengo quien me
sustituya- dijo él, - y tengo un trabajo muy serio que hacer. Pepito le miró
extrañado; "¿serio?, ¿un payaso?", pensaba tratando de entender. Y el
payaso le dijo:
-Ven, voy a enseñártelo.
Entonces el payaso le
llevó a recorrer la ciudad, parando en muchos hospitales, casas de acogida,
albergues, colegios... Todos estaban llenos de niños enfermos o sin padres, con
problemas muy serios, pero en cuanto veían aparecer al payaso, sus caras
cambiaban por completo y se iluminaban con una sonrisa. Su ratito de risas
junto al payaso lo cambiaba todo, pero aquel día fue aún más especial, porque
en cada parada las cosquillas de Pepito terminaron apareciendo, y su risa
contagiosa acabó con todos los niños por los suelos, muertos de risa. Cuando
acabaron su visita, el anciano payaso le dijo, guiñándole un ojo.
- ¿Ves ahora qué trabajo
tan serio? Por eso no puedo retirarme, aunque sea tan viejito.
-Es verdad -respondió
Pepito con una sonrisa, devolviéndole el guiño- no podría hacerlo cualquiera,
habría que tener un don especial para la risa. Y eso es tan difícil de
encontrar... -dijo Pepito, justo antes de que el viento despertara sus
cosquillas y sus risas.
Y así, Pepito se
convirtió en payaso, sustituyendo a aquel anciano tan excepcional, y cada día
se alegraba de ser diferente, gracias a su don especial.
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