El Murcipájaro
Había
una vez un murciélago para quien salir a cazar insectos era un esfuerzo
terrible. Era tan comodón, que cuando un día por casualidad vio a través de una
ventana a un pájaro en su jaula, y observo que tenía agua y comida sin tener
que hacer ningún esfuerzo, decidió que él también se convertiría en la mascota
de un niño.
Empezó a madrugar,
levantándose cuando aún era de día para ir a algún parque y dejarse ver por
algún niño que lo adoptase como mascota. Pero como los murciélagos son bastante
feuchos, la verdad, poco caso le hacían. Entonces, decidió mejorar su aspecto.
Se fabricó un pico, se pegó un montón de plumas alrededor del cuerpo, y se hizo
con un pequeñísimo silbato, con el que consiguió que sus cantos de murcipájaro
fueran un poco menos horribles. Y así, y con mucha suerte, se encontró con un
niño, bastante miope, que casi nunca llevaba sus gafas, a quien no importó el
ridículo aspecto de aquel pájaro negro y pequeñajo. El murciélago fue feliz en
su jaula, dentro de una casa cómoda y calentita, donde se sintió el rey de
todos los murciélagos y el más listo. Pero aquella sensación duró tanto como su
hambre, pues cuando quiso comer algo, allí no había ni mosquitos ni insectos,
sino abundante alpiste y otros cereales por los que el murciélago sentía el
mayor de los ascos. Tanto que estaba decidido a morir de hambre antes que
probar aquella comida de pájaros. Pero su nuevo dueño, al notar que comenzaba a
adelgazar, decidió que no iba a dejar morir de hambre a su pajarito, y con una
jeringuilla y una cuchara, consiguió que aquel fuera el primer murciélago en
darse un atracón de alpiste …
Algunos días después, el murcipájaro consiguió escapar de
aquella jaula y volver a casa. Estaba tan avergonzado que no contó a nadie lo
que le había ocurrido, pero no pudo evitar que todos comentaran lo mucho que se
esforzaba ahora cuando salía de caza, y lo duro y resistente que se había
vuelto, sin que desde entonces volvieran a preocuparle las molestias o
incomodidades de la vida en libertad.
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