Había
una vez un chico llamado Mario a quien le encantaba tener miles de amigos.
Presumía muchísimo de todos los amigos que tenía en el colegio, y de que era
muy amigo de todos. Su abuelo se le acercó un día y le dijo:
- Te
apuesto un bolsón de palomitas que no tienes tantos amigos como crees, Mario.
Seguro que muchos no son más que compañeros o cómplices de tus fechorías.
Mario
aceptó la apuesta sin dudarlo, pero como no sabía muy bien cómo probar que
todos eran sus amigos, le preguntó a su abuela cómo hacerlo y ella le dijo:
- Tengo justo lo que necesitas en el desván. Espera un momento.
La
abuela salió y al poco volvió como si llevara algo en la mano, pero Mario no
vio nada.
- Cógela. Es una silla muy especial. Como es invisible, es difícil sentarse, pero
si la llevas al cole y consigues sentarte en ella, activarás su magia y podrás
distinguir a tus amigos del resto de compañeros.
Mario,
valiente y decidido, tomó aquella extraña silla invisible y se fue con ella al
colegio. Al llegar la hora del recreo, pidió a todos que hicieran un círculo y
se puso en medio, con su silla.
- No os
mováis, vais a ver algo alucinante.
Entonces
se fue a sentar en la silla, pero como no la veía, falló y se cayó de culo. Todos
se echaron unas buenas risas.
- Esperad,
esperad, que no me ha salido bien - dijo mientras volvía a intentarlo.
Pero
volvió a fallar, provocando algunas caras de extrañeza, y las primeras burlas.
Mario no se rindió, y siguió tratando de sentarse en la mágica silla de su
abuela, pero no dejaba de caerse al suelo… hasta que de pronto, una de las
veces que fue a sentarse, no cayó y se quedó en el aire.
Y
entonces comprobó la magia de la que habló su abuela. Al mirar alrededor pudo
ver a Jorge, Lucas y Diana, tres de sus mejores amigos, sujetándole para que no
cayera, mientras muchos otros quienes había pensado que eran sus amigos no
hacían sino burlarse de él y disfrutar con cada una de sus caídas.
Y así
se dio cuenta como sus ingeniosos abuelos se las habían apañado para enseñarle
que los buenos amigos son aquellos que nos quieren y se preocupan por nosotros,
y no cualquiera que pasa a nuestro lado, y menos aún quienes disfrutan con nuestros fracasos.
Aquella
tarde, los cuatro fueron a ver al abuelo para pagar la apuesta, y lo pasaron
genial escuchando sus historias y tomando palomitas hasta reventar. Y desde
entonces, muchas veces usaron la prueba de la silla, y cuantos la superaban
resultaron ser amigos para toda la vida.
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